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Los últimos diseñadores industriales

—¿Sí, diga?

—Señor García, tenemos un código azul en la factoría de Xiani, que está dentro de su área. Le envío un vehículo. Esté listo en 15 minutos, por favor.

—Muy bien. Entendido.

Son las tres de la mañana, algunas noches no me dejan ni dormir. Había cotizado más de cuarenta años, pero las pensiones, como tantas otras promesas, se esfumaron con el colapso del sistema público en 2040. Lo poco que percibo del Estado apenas cubre mis gastos fijos. Este trabajo, aunque exige disponibilidad total, me permite vivir con cierta holgura. Y lo que aún es más importante: me permite seguir siendo útil a través de una disciplina que tanto he amado.

Los diseñadores industriales que nos formamos al margen de la inteligencia artificial —es decir, de forma analógica en el siglo pasado— hoy somos valiosos como nunca imaginé. En 2035, la automatización ya se había consolidado tras la dura crisis industrial mundial del 34: los nuevos diseñadores, nacidos en la era del “prompt”, eran buenos operadores de lenguaje, capaces de guiar a la IA para generar modelos que cumplían estrictamente con las especificaciones del mercado, pero no les puedes pedir mucho más.

Diseñadores postindustriales, los llamaban. Siempre me pareció una broma cruel.

Pluriempleados, mal pagados y desarraigados intelectualmente del oficio, habían reducido su tarea a concatenar comandos y generar imágenes que despertaban un ¡Guau!, sí, pero que eran también inviables en la mayoría de los casos. Los objetos que prescribían eran copias de copias, refritos, versiones sin apenas variaciones y sin sentido. Tal vez para garantizar su eficiencia, o quizás porque la IA, alimentada ya solo de sus propios algoritmos, había dejado de imaginar y se devoraba a sí misma. Ya no creaba: se reciclaba en bucles cada vez más predecibles y torpes. La innovación, que nunca pasó de ser una palabra con fines comerciales, como lo fue la sostenibilidad, mostraba su cara más veraz; la de la inexistencia.

El problema era que, incluso en esta cadena productiva perfecta, los errores existían; ¡vaya que si existían! Una mínima desviación en una tolerancia, una incompatibilidad entre materiales, la ausencia de criterio humano... y el sistema colapsaba fácilmente. Las fábricas, con apenas unos pocos operarios sin categoría, se detenían por completo. Las alarmas saltaban. Las pérdidas económicas de las pocas corporaciones que se repartían el pastel, eran inmediatas. Y entonces nos llamaban a nosotros, a los CR; al Cuerpo de Restauradores, a los últimos diseñadores industriales.
No éramos muchos —unos miles en todo el mundo— los que sabíamos cómo nace un objeto, cómo se construye una solución desde cero, lo que es posible en una realidad tangible y lo que no. Diseñadores que habíamos estudiado a mano, trabajado con maquetas, comprendido el comportamiento de los materiales no como datos, sino como materia viva. Y sobre todo, diseñadores que entendíamos los artefactos como la suma de la solución de sus problemas.

Por eso existía este cuerpo profesional especial. Por eso recibí esa llamada a horas intempestivas.

Mi teléfono anunció la llegada del vehículo. Bajé a la calle y me dirigí hacia él, cruzando la acera bajo la lluvia fina que empezaba a caer, dibujando destellantes reflejos en el asfalto mojado. La ciudad estaba en silencio. No por la hora, sino porque hacía años que nadie caminaba por gusto: las pantallas habían reemplazado el ocio social.
El coche era autónomo y llevaba el logotipo azul de intervención urgente: un compás entrelazado con una tuerca. Demasiado obvio. Una imagen anodina e insípida, seguramente generada por algún modelo gráfico estándar. Otro prompt más.

Durante el trayecto revisé el informe técnico adelantando trabajo. Era evidente el fallo de un cierre de presión. En teoría, la pieza era correcta, pero el render no había respetado las tolerancias del termoplástico. La curvatura, tan perfecta en pantalla, resultaba imposible de fabricar sin deformación. Nadie lo había previsto. Nadie lo había dibujado. Nadie había estado detrás, más allá de las líneas de código automático que habían dado vida a la secuencia.
En otro tiempo, ese error habría sido evidente con solo ver las primeras líneas del croquis, joder; ¡hacía daño con solo mirarlo!

Al llegar, me abrí camino directamente hasta el lugar de la incidencia a través de mi pase dorado. En el taller, el espectáculo era siempre el mismo: luces rojas parpadeando, vapor en las tuberías, operarios bloqueados frente a las pantallas.
Me acerqué y palpé la estructura como quien escucha el pulso de un enfermo. Pedí papel, lápiz y unas plantillas de curvas, que motivaron risas nerviosas detrás de mí. Llevaban años sin ver a nadie usar herramientas reales. Escaleras arriba, alguien se apresuró a traerme el material.
En cuarenta minutos había redibujado la pieza: Ajusté los radios de curvatura, cambié el tipo de polímero, sugerí una variante de impresión. Firmé el modelo y lo entregué al núcleo central. La IA lo analizó, asimiló los cambios, aprobó la pieza y pautó el nuevo protocolo de fabricación en unos minutos. Se imprimió, lo validé y funcionó.
La máquina volvió a la vida escupiendo piezas útiles y funcionales, listas para ser enviadas de forma masiva, como si nada hubiera pasado. La monotonía volvió a hacerse con aquella estancia y el turno retomó la normalidad.

Afuera seguía lloviendo. Volví a casa en silencio pensando que mañana (ya hoy) comía con mi hijo, estaba contento. El coche se despidió con un leve pitido antes de desaparecer avenida abajo. Subí las escaleras. Las ventanas del vecindario resplandecían, parpadeantes, con luces azuladas. Nadie dormía, pero nadie vivía realmente despierto, pensé.

Me metí en la cama mientras sonaba la notificación de la transferencia en mi móvil. Miré la pantalla y me sentí afortunado. Una sonrisa se dibujó en mis labios.

Nadie me dio las gracias. No hacía falta.

Mi trabajo no es glorioso. Solo es necesario, como siempre lo fue. Y hoy, quizás hasta más divertido.


Un cuento sobre diseño.

Julio 2025